Un beso es algo que te hace sentirte vivo, tremendamente vivo. Estamos de acuerdo en eso, ¿no? Pues bien, aunque resulte paradójico hoy vamos a hablar… de una tumba. Pero no de una cualquiera, claro, sino de la tumba más besada del mundo, que está, como no, en París, y concretamente en el cementerio del Père Lachaise, un lugar realmente romántico (y no lo digo con ironía). ¿Queréis verla? Pues aquí la tenéis:
Resulta de lo más peculiar, ¿no? ¿Quién hay enterrado aquí? Porque para llamar la atención en un cementerio lleno hasta los topes de celebridades como el Père Lachaise hay que ser alguien muy importante. Y lo es, vaya que si lo es, porque aquí descansa (bueno, eso de descansar es un decir, con el ajetreo que hay alrededor de la tumba) el mismísimo Oscar Wilde.
Wilde era irlandés y pasó la mayor parte de su vida en Londres, pero murió en París en 1900. Tenía sólo 46 años pero estaba arruinado moral y económicamente después de su paso de dos años por la cárcel, a la que fue condenado por inmoralidad (era homosexual y no lo ocultó, algo que en la Inglaterra victoriana podía acarrearle serios disgustos). Su historia con Bosie, Lord Alfred Douglas, se convirtió en un escándalo en Europa entera e hizo de él un paria rechazado por toda la sociedad biempensante.
Sus amigos se hicieron cargo de los gastos que ocasionó la enfermedad que le llevó a la tumba, y también de pagar el entierro. Algo después, cuando volvió a ser autor de éxito y sus obras volvieron a dar dinero, pudieron pagar un terreno en el cementerio del Père Lachaise, pero la tumba… el dinero para la tumba llegó de un donante anónimo, que envió mil libras con la única condición de que el monumento lo hiciera el escultor neoyorquino Jacob Epstein. De los trámites se encargó Robert Baldwin Ross, que fue su primer amante masculino y el que siempre le quiso en lo bueno y en lo malo. Robbie le pidió a Epstein que dejase un hueco para colocar sus propias cenizas, que no descansarían junto a su querido Oscar hasta 1950 (había muerto en 1918).
Durante nueve meses Epstein talló un enorme bloque de piedra de 20 toneladas. En él esculpió una especie de ángel que probablemente se inspiraba en un poema de Wilde titulado “La esfinge“, aunque también en los toros asirios del Museo Británico, los lamasu.
El problema fue que Epstein talló unos genitales adecuados para el tamaño de la escultura, y algunos no los consideraron “adecuados” para un cementerio respetable. “Pues así se queda“, dijo el escultor. “Pues la tapamos con una lona y punto“, dijeron los responsables del cementerio. “¿Pues qué hacemos?“, pensó Robbie. Pues nada, se le pone una hoja de parra de bronce, que es la solución que se ha tomado en estos casos de toda la vida. Y dicho y hecho, le pusieron la hoja en cuestión, pero… el caso es que en algún momento tanto la inocente hojilla como lo que había debajo desaparecieron. ¿Lo robaron unos estudiantes que solo pretendían arrancar la hoja de parra? ¿Se utilizó en orgías desenfrenadas? ¿Lo rompió una mujer con un paraguas? Muchos piensan que pasó esto último, y que después tiró los enormes atributos sexuales del angelico por cualquier sitio, hasta que el director del cementerio los recogió y los utilizó de pisapapeles. ¿Historia o leyenda? Seguiremos con la duda, porque lo que es cierto es que la castración fue real, y si no me creéis mirad atentamente.
Toda esta rocambolesca historia forma ya parte de la historia de esta tumba (declarada monumento nacional en 1997), pero hoy estamos hablando de besos. A lo mejor os estáis preguntando el por qué de tanto beso, y siento deciros que no tengo una respuesta. Supongo que lo que ocurrió fue que a alguien se le ocurrió dar el primero y a partir de ahí la gente se fue animando, hasta que fue un no parar (es lo que pasa también con esa extraña relación que existe entre cualquier charca de agua y el hecho de tirar monedas, aunque en este caso el origen es “La dolce vita” de Fellini, con Anita Ekberg y Marcello Mastroiani bañándose en la Fontana de Trevi). La cuestión es que durante décadas los besos formaron parte de la tumba de Wilde, hasta que hace un tiempo los herederos dijeron que ya valía, que la grasa de los pintalabios deterioraba la piedra y que había que estar continuamente limpiándola, con lo que cada vez estaba peor. ¿Solución? Impedir que la gente pudiera seguir haciendo lo que había hecho durante tantísimo tiempo.
En noviembre de 2011, coincidiendo con el 111 aniversario de la muerte de Wilde, se instalaron unos paneles de metacrilato que protegen la tumba. Y ante esto me pregunto, ¿qué hubiera preferido el bueno de Oscar? Era enemigo acérrimo de la vulgaridad, eso es cierto, pero también de la represión de los afectos, del tipo que fueran. ¿No estaría encantado pensando en todos esos besos de hombres y mujeres? Afortunadamente nunca lo sabremos (él hubiera preferido también esa incertidumbre, que lo hace todo mucho más interesante), y afortunadamente también es imposible poner puertas al campo, con lo que los árboles de alrededor ya están llenos de besos y en breves el metacrilato estará cubierto de arriba a abajo. ¿Nos apostamos algo?
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