Si hay algo insumergible y que sobreviva a la muerte ese algo es el amor, ¿no? Por eso, de entre los miles de historias que naufragaron con el Titanic la que más me gusta es la de Isador e Ida Straus. ¿Os suenan de algo? Pues antes de nada os los presento:
Dos viejecicos encantadores, ¿verdad? No sé por qué, pero esta foto me inspira muchísima ternura. La forma de sentarse él, y de cogerla con su brazo por detrás (sí, ya sé que eso no se ve y me lo estoy imaginando), su sonrisa, ella un poco más seria mirando a la cámara, pero también con una media sonrisa… Por cierto, ¿habéis oído hablar de ellos? Eran dos pasajeros de primera del Titanic que volvían a Nueva York, donde vivían, desde Europa. Eran dos personajes muy conocidos, pues él era propietario junto con su hermano de Macy’s (la que durante muchos años se ha considerado “la tienda más grande del mundo“), toda una institución en Nueva York.
Macy’s había nacido en 1829 y poco a poco fue creciendo hasta que, en 1893, la compraron Isador Straus y su hermano Nathan, dos judíos germano-americanos que habían llegado con su familia a Estados Unidos unos cuantos años antes, allá por 1854. Seguro que Isador, que tenía nueve años y cuatro hermanos pequeños, vivió aquel viaje a través del inmenso océano como una aventura. No tenía ni idea de lo que le esperaba en aquel país nuevo del que todos hablaban. No sabía que acabaría siendo inmensamente rico y menos aún que cinco años antes, también en Alemania, como él, había nacido Ida, que también emigraría a América con sus padres y sus seis hermanos.
La familia Straus se fue a vivir al Viejo Sur, en unos años que todos conocemos gracias a esa monumental película que es “Lo que el viento se llevó”. En la foto podemos ver a Scarlet O’Hara rodeada de heridos en la estación de Atlanta, la capital de Georgia, el estado en el que los Straus abrieron su primer almacén (un “general store” de aquellos que se veían en las películas de vaqueros, en el que se vendía de todo). Eso sí, para bien y para mal les pilló la guerra. ¿Para bien? Pues sí, también para bien, porque después de la guerra vino la reconstrucción y con ella la posibilidad de crear enormes fortunas. Que fue precisamente lo que hicieron, aunque para ello se tuvieron que marchar a… ¡¡¡Nueva York!!!
En aquella ciudad, que ya entonces era excitante como pocas, se conocieron Isador e Ida. Habían nacido a tan solo 60 kilómetros de distancia, allá en la lejana Alemania, pero habían tenido que atravesar un océano y esperar algunas décadas para encontrarse. Eso sí, desde aquel momento ya estarían siempre juntos, 41 años de matrimonio y felicidad con los que ni siquiera un naufragio pudo acabar. Pasaron los años, nacieron siete hijos, Isador compró Macy’s a medias con su hermano… y de pronto, sin saber cómo, porque el tiempo se nos escapa entre los dedos, se encontraron en 1912. A principios de año habían viajado a Alemania con su nieta Beatrice, que se quedó allí, y a pesar de que normalmente viajaban en barcos alemanes esta vez decidieron volver en un nuevo trasatlántico del que todo el mundo hablaba y del que se decía que iba a ser el más lujoso del mundo (todavía no se decía aquello de que era “insumergible”, pues ese adjetivo apareció después del naufragio).
El 10 de marzo los Straus estaban en Southampton, al sur de Inglaterra, listos para embarcar junto con una criada y un mayordomo. Seguro que incluso ellos, que estaban acostumbrados, tuvieron que quedarse asombrados al entrar en aquel barco. No solo era enorme (el más grande del mundo), sino que tenía lujos nunca vistos. Electricidad por todas partes, piscina, baño turco, gimnasio… y unos camarotes mejores que las habitaciones de los mejores hoteles. El precio que se pagaba estaba en consonancia con todo aquello (un viajero de primera pagaría el equivalente a 80.000 euros actuales por una semana de viaje), pero seguro que pensaron que valía la pena. Y más cuando descubrieron que su camarote no era uno cualquiera, sino el mejor del barco, que había quedado libre porque el millonario J.P. Morgan (dueño de la compañía a la que pertenecía el barco) finalmente había decidido no viajar y quedarse unos días con su amante en Europa.
La vida discurría plácidamente mientras el barco atravesaba las heladas aguas del Atlántico Norte. Todo eran comodidades para los pasajeros (para muchos de tercera, que habían tenido que ahorrar una media de cinco años para poder pagarse el pasaje, era la primera vez en su vida que les servían en la mesa), la comida era estupenda, sonaba la música, el barco estaba superando la velocidad prevista y el cielo estaba completamente despejado. En fin, que nada hacía presagiar lo que iba a pasar. Cuando de repente…
De repente ocurrió lo que todos sabemos. Un iceberg al que nadie había visto llegar abrió el barco por uno de sus costados. Poco después el constructor del buque que reunía más medidas de seguridad que ninguno de su tiempo sabía que se iba a hundir y que no había botes ni para la mitad de las personas que iban en él. En ese momento empieza lo que para mí es más interesante en la historia del Titanic: la reacción de la gente en una situación como esa, en la que la vida está pendiente de un hilo. Pensar que hubo mucha gente que cumplió su deber ayudando a que otros se salvaran, sabiendo que ellos iban a morir, por ejemplo. O que hubo muchos hombres que respetaron hasta el final aquello de que “las mujeres y los niños primero“, y se despidieron de los suyos mientras el bote iba bajando hacia el agua helada. O que prefirieron morir juntos que salvarse solo uno, como los Straus.
Los primeros botes bajaron medio vacíos, y en una de las cubiertas el oficial al mando permitió que en ellos fueran también hombres con tal de salvar a más gente. En la otra, no. Sin embargo, debido a su edad quiso hacer una excepción con el señor Straus, pero este se negó, diciendo que “No subiré a ese bote antes que cualquier otro hombre“. En ese momento su esposa Ida, que ya había subido, dejó en el bote a su criada (gracias a lo que ella contó sabemos qué pasó) y se bajó, diciéndole a su esposo: “Hemos estado juntos durante muchos años, donde tu vayas, yo voy”. Hay quien dice que se sentaron en dos hamacas y rogaron a un tripulante, que resultó ser el panadero jefe del barco, que les atase los pies con una manta. Otros dicen (y es la versión que cuenta James Cameron en su película) que se fueron a su camarote y esperaron a la Muerte en la cama, abrazados. Lo que es seguro es que murieron juntos, que era lo que los dos querían.
Pocas historias me conmueven como esta de los Straus. ¿Qué importa el dinero, que importa hasta la propia vida, si no es con la persona a la que quieres más que a nada en este mundo? Diréis que soy un sentimental, y seguramente tenéis razón, pero saber que hay gente como ellos hace que la vida merezca la pena. Nunca encontraron el cuerpo de Ida, pero el de Isador fue rescatado y fue enterrado en un cementerio de Nueva York, en una tumba con los nombres de los dos, después de un multitudinario funeral en el Carnegie Hall.
En la tumba, una inscripción dice: “La inmensidad de las aguas no ahogará el amor, ni las grandes inundaciones lo engullirán”. Y como la memoria es frágil, para que el ejemplo de los Straus no se olvide Manhattan los recuerda con este monumento situado en el parque que lleva su nombre.
Si queréis conocer muchas más historias sobre el Titánic no os podéis perder las visitas que hemos preparado a la gran exposición que hay en Zaragoza hasta el 2 de abril de 2017:
Y si os apetece conocer más historias sobre el Titánic, aquí os dejo una entrada de nuestro blog:
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Que bonita historia de amor, gracias por darla a conocer!
¡Gracias por leerla!
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