El 14 de abril de 1912 Purificación Castellano estaba cenando tranquilamente en su palacete madrileño cuando, de pronto, un moscardón cayó en su plato de sopa.
A lo mejor pensáis que es algo que, a pesar de ser asqueroso, entraba dentro de la normalidad, pero Doña Purificación supo en aquel momento que aquello era una señal y que a su hijo, Víctor Peñasco, le había sucedido algo. ¿Tenía razón, o era solo aprensión? Pues bien, para descubrirlo tendremos que retroceder en el tiempo e irnos unos 16 meses atrás, al momento en que Víctor Peñasco Castellana se casó con María Josefa Pérez de Soto, Pepita para la familia, uniéndose dos de las mayores fortunas de España. Era un 8 de diciembre de 1910 y fue una boda de campanillas (el novio era sobrino nieto de José Canalejas, que en aquel momento era presidente del consejo de ministros de España). ¿Queréis conocerlos? Pues aquí los tenéis.
Él tenía 24 años y ella 22, y después de la boda empezaron una larguísima luna de miel, como se llevaba entonces entre las familias de posibles. Palco en la ópera de Viena, noches de ensueño en el casino de Montecarlo, cenas en Maxim’s, en París, el Orient Express… De vez en cuando se pasaban por Madrid a ver cómo iban las obras de su nueva casa, pues aunque Doña Purificación les había ofrecido la suya ya se sabe que “el casado, casa quiere“, y una suegra es una suegra, así que pudiéndoselo permitir como podían… El caso es que ellos no reparaban en gastos ni en la casa ni en el viaje ni tenían por qué hacerlo, pero todo aquello tenía un límite, uno solo: cuando Doña Purificación se despidió de ellos les dijo que en barco, ni hablar. A la mujer le había dado como un pálpito, un presentimiento, y les pidió por lo más sagrado que le dieran ese gusto y que hicieran el favor de no embarcarse en un trasatlántico de aquellos. Quién sabe si conocía una novela que un tal Morgan Robertson había escrito unos años antes titulada “Futilidad“, en la que un barco llamado Titán se hundía a mitad del recorrido de Nueva York a Southampton tras chocar con un iceberg. ¿Dotes adivinatorias? ¿Pura casualidad? Vaya usted a saber.
Durante una buena temporada Víctor y Pepita se portaron bien y cumplieron su promesa, pero… un día estaban en Maxim’s, en París, y vieron publicidad de ese nuevo barco tan lujoso del que todo el mundo hablaba. ¿Qué hacemos? “Chica, no sé, no conocemos Nueva York…“. “Ya, pero ¿y lo que dijo tu madre? Se lo prometimos“. “Deja a mi madre tranquila en Madrid, que total no se va a enterar“. “Ya, pero si se entera seguro que dice que es cosa de la nuera, que tú te dejaste embolicar por mi, que de bueno te pasas y así te va, y tal y tal y tal“. “Ay, chica, nos vamos y ya está”. “Pues venga, nos vamos, pero si se entera tu madre es culpa tuya, ¿estamos o no estamos?”. Pues eso, que siendo ricos, jóvenes, enamorados y con ganas de marcharse, ¿quién no lo hubiera hecho? Eso sí, chicos precavidos como eran tomaron la precaución de dejar a su mayordomo, Eulogio, en París. ¿Para qué? Pues le dejaron un fajo de postales para Doña Purificación, para que se las fuera mandando cada día y que ella estuviera tranquila. Un día le contaban que habían ido a la Ópera, otro a Versalles, otro al Louvre… Qué majicos, ¿verdad?
El caso es que compraron los billetes y se fueron en tren a Cherburgo, donde embarcaron. Incluso para una pareja tan acostumbrada al lujo y al gran mundo como ellos el Titanic era algo asombroso, así que nos podemos imaginar cómo se quedaría su criada, Fermina Oliva, cuando entrara en aquel barco, el más grande, el más seguro y el más lujoso que existía. Por cierto, aquí la tenéis.
Víctor y Pepita eran los únicos españoles en primera clase. Se alojaron en un estupendo camarote y Fermina en otro (también de primera), al otro lado del pasillo. Los elevadísimos precios del Titanic no supondrían ningún problema para ellos, pues hay quien ha calculado que se gastaron el equivalente a unos 110 millones de pesetas (de cuando aún había pesetas, claro) en el año y medio que duró su luna de miel.
Mucho tiempo después Pepita hablaba de la última cena, y decía: “Aquello era una muestra del mayor lujo que podía verse. Los hombres, de rigurosa etiqueta, las mujeres con sus mejores galas y todas las joyas que sus cuerpos fueran capaces de cargar. Una gran cena amenizada con una gran orquesta. Como buenos españoles, fuimos los últimos en abandonar el salón, ya que nos quedamos charlando con un matrimonio argentino, los únicos con los que habíamos congeniado en el viaje“. Poco después tenía lugar el choque fatídico que acabaría, de un mazazo, con aquella historia de amor y lujo. Su sobrina cuenta que “Mi tía estaba ya en la cama y mi tío todavía estaba desvistiéndose. Oyeron un ruido enorme que no le gustó nada a mi tío. Salió del camarote y se dirigió a cubierta, donde se encontró con un marinero al que le preguntó qué pasaba y dónde estaban los chalecos salvavidas. El marinero simplemente se echó a reír. Volvió al camarote, recogió a Josefa, que solo tuvo tiempo de ponerse un chal por encima del camisón, y a la doncella, que se encontraba en el camarote de enfrente”. El barco estaba sentenciado desde el primer momento, y cuando llegó el momento de subirse a los botes… veamos como cuentan la historia desde el punto de vista de Fermina, la criada.
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“Las mujeres y los niños primero“, aunque no siempre. Uno de los oficiales permitía que subieran hombres siempre que hubiera sitios vacíos en los botes. Otro, no. Pepita subió en uno de los botes y su criada también, pero Víctor decidió actuar como un caballero español y cedió su sitio a una mujer que iba con un bebé en brazos. Cuenta Fermina que lo último que le dijo a su mujer fue “Que seas muy feliz”.
Otra pasajera que iba en el mismo bote contó unos días después todo esto en una entrevista para el New York Herald: “Entonces la señora Peñasco empezó a chillar el nombre de su marido. Fue terrible. Le pasé el timón a mi prima y me puse acurrucada junto a ella, tratando en lo posible de consolarla. Pobre mujer. Sus sollozos ablandaron nuestros corazones y sus palabras eran imposibles de entender debido a su tristeza (…) Cuando el terrible final llegó, utilicé lo mejor de mi misma para intentar distraer a la señora española y que no oyese los agonizantes sonidos de los que se ahogaban en el mar”.
Aún después de haber visto cómo se hundía el barco Pepita conservó la esperanza de que Víctor hubiera subido en otro bote, pero poco le duró. Ya en el Carpathia, el barco que recogió a los supervivientes, tuvo claro que su marido había muerto en el mar. Al llegar a Nueva York estuvieron esperando a que llegara otro barco que había recogido todos los cadáveres que pudo, pero tampoco estaba allí. La doncella miró los cuerpos uno por uno intentando descubrir el de Víctor, pero nada.
En las primeras listas aparecidas en la prensa el apellido Peñasco estaba mal transcrito, pero a pesar de todo Doña Purificación tenía un mal presentimiento que pronto se confirmó (recordad el moscardón). Eso sí, pronto se dio cuenta del problema que tenía su nuera, pues según las leyes de la época Víctor no estaría oficialmente muerto hasta 20 años después de su desaparición. Como no podía ser que aquella chica de 23 años no pudiera rehacer su vida, su suegra decidió comprar un cadáver en Halifax (Canadá), hasta donde llegaron flotando muchos que en parte están enterrados allí. Como suena, mandó a Fermina a comprar un cadáver y el correspondiente certificado de defunción. Eso sí, no sabemos dónde está esa supuesta tumba, pues el cementerio que se nombra en el certificado no existe, y en el de Fairview, donde está enterradas las víctimas del Titanic, no hay ninguna con el nombre de Víctor Peñasco.
Josefa pudo rehacer su vida y se casó en segundas nupcias en 1918 con Juan Barriobero y Armas Ortuño y Fernández de Arteaga, barón del Río Tovía, con el que tuvo tres hijos. Falleció en 1972 a los 83 años de edad. Fermina Oliva, la doncella que también sobrevivió al «Titanic», murió en 1968. Ella nunca se casó.
De toda esta historia me gusta especialmente la entereza de la madre de Víctor y su generosidad hacia su nuera, pero si me tengo que quedar con una frase elijo una de Elena Ugarte, sobrina nieta de Víctor Peñasco: “A raíz de aquella desgracia, en mi casa cogimos manía a los moscardones. Mi madre ha toreado, ha montado a caballo durante años, era una mujer valiente, atrevida, pero cuando veía un moscardón se ponía mala. No podía evitarlo”. Y ante esto me pregunto, ¿es que antes de aquello les caerían simpáticos?
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