Allá por el siglo VII nació Gil en Atenas, en una familia de posibles. El chico salió listico y se dedicó a estudiar, pero un buen día decidió dejarlo todo y repartir entre los pobres la herencia de sus padres. Y claro, Dios debió pensar que había que tener un detalle con el chico, que había sido muy majete, y lo hizo milagrero. Pero sin especialización, podríamos decir, porque lo mismo calmaba una tempestad que te organizaba una lluvia de rosas en un momento o curaba a un enfermo de epilepsia, que para esto en concreto tenía mano de santo (vamos, que esta enfermedad se acabó conociendo como “mal de San Gil” en la Edad Media, no os digo más). El caso es que se hizo tan famoso con todo aquello que al pobre hombre no lo dejaban en paz, y como llevaba fatal el peso de la fama decidió emigrar a algún lugar donde no le conocieran. Y como lo mismo le daba un sitio que otro con tal de que estuviera bien lejos se fue a Francia, como se podría haber marchado a cualquier otro lugar.
El caso es que nuestro personaje de hoy hizo lo que hubiera hecho cualquiera, porque en vez de irse a Bretaña o a Normandía, que llueve siempre y hace un frío que pela, se instaló en el sur, que es otra cosa, y fundó un monasterio. Pero claro, el hombre no podía evitar llamar la atención, todo el tiempo venga a hacer milagros y claro, la gente encantada. Así que un buen día decidió que ya valía, que él quería estar solico y rezando sin parar, así que se retiró a una cueva, en un bosque en el que no había nada que comer. ¿Preocupante? Pues claro que no, que éstas cosas siempre tienen solución. Una cierva iba todos los días, sin faltar uno, a darle leche.
El caso es que un día pasó por allí un cazador que no esperaba encontrarse a nadie por aquellos parajes, y sin querer le pegó un flechazo. Pero claro, como no hay mal que por bien no venga. Vino a resultar que aquel hombre era el rey visigodo (Wamba, para más señas), y claro, para pedir disculpas de alguna manera por haberle pegado semejante susto le ofreció un terrenito para construir un monasterio. Y chico, pues que sí, que venga, que se puso a fundar una abadía como quien no quiere la cosa. Y como él hombre era modesto no se la iba a dedicar a sí mismo, claro, que eso está feísimo, y se la dedicó a San Pedro y San Pablo. Con el tiempo, y después de que él muriera, ya vendrían otros que cambiarían la advocación y se la dedicarían a él. Vamos, aquello de desvestir a un santo para vestir a otro, que se ha hecho toda la vida.
La verdad es que no sabemos en que año murió, porque entre la alimentación tan variada que llevaba, los flechazos y unas cosas y otras este hombre tenía una esperanza de vida un poco limitada, pero lo que sí sabemos es que se le enterró en el monasterio que había fundado. Andando el tiempo el edificio se transformó en lo que es hoy, y allí sigue el sepulcro. Eso sí, un poco vacío, la verdad. En principio lo enterraron entero, claro, pero en el siglo XVI se llevaron los restos a Toulouse (poco podía quedar casi 800 años después de que se muriera, ¿verdad?), dejando allí una cosa testimonial y nada más.
De la cierva, en cambio, no sabemos nada. Suponemos que moriría la pobre, pero nada más.
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El león de San Marcos, un trozo de Venecia en Zaragoza
El perro de San Roque no tiene rabo
Los gallos de las veletas… y algún otro
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